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Le había dado sesenta e cinco veces la vuelta al mondo

Gabriel García Márquez
Cem Anos de Solidão


Llegaba un hombre descomunal. Sus espaldas cuadradas apenas si cabían por las puertas. Tenía una medallita de la Virgen de los Remedios colgada en el cuello de bisonte, los brazos y el pecho completamente bordados de tatuajes crípticos, y en la muñeca derecha la apretava le cobre de los niños-en-cruz. Tenía el cuero curtido por la sal de la intemperie, el pelo corto y parado como las crines de un mulo, las mandíbulas férreas y la mirada triste. Tenía un cinturón dos vezes más grueso que la cincha de un caballo, botas con polainas y espuelas y con los tacones herrados, y su presencia daba la impresíon trepitadoria de un sacudimiento sísmico. Atravesó la sala de visitas y la sala de estar, llevando en la mano unas alforjas medio desbaratadas, y apareció como un trueno en el corredor de las begonias, donde Amaranta y sus amigas estaban paralizadas con las agujas en el aire. “Buenas”, les dijo él con la voz cansada, y tiró las alforjas en la mesa de labor y pasó de largo hacia el fondo de la casa. “Buenas”, le dijo a la asustada Rebecca que lo vio pasar por la puerta de su dormitorio. “Buenas”, le dijo a Aureliano, que estaba con los cinco sentidos alertas en el mesón de orfebrería. No se entretuvo con nadie. Fue directamente a la cocina, y allí se paró por primeira vez en el término de unn viaje que había emprezado al outro lado del mundo.

Cuendo despertó, y después de tomarse dieciséis huevos crudos, salió directamente hacia la tienda de Catarino, donde su corpulencia monumental provocó un pánico de curiosidade entre las mujeres. Ordenó música e aguardiente para todos por su cuenta. Hizo apuestas de pulso con cinco hombres al mismo tiempo. “Es imposbible”, decían, al conveserce de que no lograban moverle el brazo. “Tiene niños-en-cruz”. Catarino, que no creía en artificios de fuerza, apostó doce pesos a que no movía el mostrador. José Arcadio lo arrancó de su sitio, lo levantó en vilo sobre la cabeza y lo puso en la calle. Se necesitaron once hombres para meterlo. En el calor de fiesta exhibió sobre el mostrador su masculinidad inverosímil, enteramente tatuada con una maraña azul y roja de letreros en varios idiomas. A las mujeres que lo asediaron con su codicia les preguntó quién pagaba más. La que tenía más ofreció veinte pesos. Entonces él propuso rifarse entre todas a diez pesos el número. Era un precio desorbitado, porque la mujer más solicitada ganaba ocho pesos en una nocha, pero todas aceptaron. Escribieron sus nombres en catorce papeletas que metieron en un sombrero, y cada mujer sacó una. Cuando solo faltaban por sacar dos pepeletas, se estableción a quiénes correspondían.

Cinco pesos más cada una – propuso José Arcadio – y me reparto entre ambas.

De eso vivía. Le había dado sesenta e cinco veces la vuelta al mondo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas. Las mujeres que se acostaron con él aquella noche en la tienda de Catarino lo llevaron desnudo a la sala de baile para que vieran que no tenía un milímetro del cuerpo sin tatuar, por el frente y por la espalda, y desde el cuello hasta los dos dedos de los pies. No lograba incorporar-se a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza.

“Eres muy mujer, hermanita”. Rebeca perdió el dominio de si miesma. Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros días, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo en el pulgar. Vomitó un líquido verde con sanguijuelas muertas. Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contra el delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio el amanecer. Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio. Lo encontró en calzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables de amarrar barcos. La imperionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso de retroceder. “Perdone”, se excusó. “No sabía que estaba aquí”. Pero apagó la voz para no despertar a nadie. “Ven acá”, dijo él. Rebeca obedeció. Se detuvo junto a la hamaca, sudando hielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba los tobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos murmurando: “Ay, hermanita; ay, hermanita”. Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuendo una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito. Alcanzó a dar gracias a Dios por haber nacido, antes de perder la conciencia en el placer inconcebible de aquel dolor insoportable, chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante la explosíon de su sangre.

Tres días después se casaron en la misa de cinco.



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